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La manipulación religiosa y sus efectos

He pasado años estudiando y tratando de entender cómo algo tan exclusivamente humano como la religión puede emplearse para inspirar amor y, a la vez, para ejercer control. A lo largo de mi vida he conocido la fe sincera que aporta esperanza, pero también he visto cómo esa misma fe puede ser distorsionada para manipular a las personas. En este artículo quiero compartir una reflexión en primera persona sobre los mecanismos y efectos de la manipulación religiosa en el ser humano. No es un tema sencillo; implica adentrarse en cómo el miedo, el control social, el dogmatismo y la pérdida de libertad interior pueden enmascararse bajo el manto de Dios. Mi intención no es ofender las creencias de nadie, sino invitar a un pensamiento crítico que distinga entre la fe genuina nacida del interior y aquella fe impostada que sirve para someter.


La religión como herramienta de control social


Desde una perspectiva crítica, varios pensadores del pasado ya señalaron que la religión ha sido utilizada como un mecanismo de control social. Recuerdo la famosa frase de Karl Marx acerca de la religión como “opio del pueblo”, escrita al observar cómo las élites podían usar la fe para mantener a las masas pasivas ante la injusticia. Marx veía la religión como una forma de anestesiar el descontento: en lugar de reclamar cambios en este mundo, se promete a los oprimidos una recompensa en el más allá. De ese modo, la desigualdad y el statu quo se justifican con argumentos religiosos, manteniendo a la gente sometida y esperanzada en una salvación futura mientras soportan sus dificultades presentes.

No hace falta ser marxista para reconocer ejemplos históricos donde la religión ha servido para legitimar estructuras de poder. Durante siglos, la estrecha alianza entre monarquías y templos aseguró un control casi absoluto sobre la población. Reyes “por la gracia de Dios”, castas sacerdotales interpretando lo divino y normas morales inflexibles sirvieron para someter y controlar el orden social. Por desgracia, también para reprimir cualquier cuestionamiento: dudar no solo era delito civil, sino pecado. La promesa del cielo y, sobre todo, el temor al castigo eterno han sido eficaces alicientes para mantener la obediencia.

Francisco de Goya sobre el Tribunal de la Inquisición (1812-1819)
Francisco de Goya sobre el Tribunal de la Inquisición (1812-1819)

En un famoso cuadro de Francisco de Goya sobre el Tribunal de la Inquisición (1812-1819), se observa a varios reos con sus característicos capirotes en actitud sumisa, siendo juzgados públicamente ante una multitud. Esa pintura Ilustra claramente cómo instituciones religiosas de la época empleaban el miedo y el escarnio público para imponer la moral y castigar la disidencia. La Inquisición, con sus instrucciones de fe, es un ejemplo extremo de control social a través del terror sagrado: se torturaba y condenaba “en nombre de Dios” para que el resto aprendiera la lección. Ese miedo colectivo a desviarse de la doctrina oficial consolidaba el poder de la autoridad religiosa.


No solo en la Inquisición; pensemos también en la conquista de América. En nombre de una supuesta misión evangelizadora, millones de indígenas fueron masacrados o forzados a la conversión durante la colonización de Latinoamérica. La religión sirvió como herramienta de dominio cultural y social, convenciendo a conquistadores y conquistados de que aquel deseo (violento) era el querido por Dios. Estos episodios históricos me hacen reflexionar sobre cuántas veces la espiritualidad mal comprendida del ser humano, que debería ser liberadora, fue delegada y reducida a un instrumento de control masivo.


El miedo y la culpa como armas espirituales


Uno de los mecanismos más poderosos de la manipulación religiosa es el miedo. He conocido personas cuyo credo giraba en torno al terror: miedo al infierno, miedo al castigo divino, miedo a salirse del camino "correcto". No es un miedo sano o respetuoso, sino una angustia paralizante. “Muchos cristianos fueron educados en la religión del miedo. Cuando el miedo se apodera de nosotros —advertía Freud— se transforma en fobia, y ese recurso ha sido utilizado por instituciones autoritarias para imponer sus dogmas “a sangre y fuego”. En otras palabras, inculcando suficiente temor es posible que la gente renuncie voluntariamente a su libertad a cambio de una sensación de seguridad espiritual y de una falsa conexión divina.


Junto al miedo suele aparecer la culpa. Algunas doctrinas enfatizan tanto la idea del pecado y la indignidad humana, que los creyentes desarrollan un sentimiento permanente de culpa o vergüenza. He visto cómo esto destruye la autoestima y vuelve a las personas más dóciles, más dependientes del perdón y la aprobación de los líderes religiosos. Cuando renunciamos a nuestra libertad por miedo o culpa, “se abandona la conciencia crítica, uno se calla ante los desvíos del poder, acobardado por el miedo de perder una supuesta protección superior”, tal como sucedió en épocas oscuras con fieles sometidos por la Iglesia inquisitorial, pero también con ciudadanos bajo dictaduras totalitarias. No es casual que religiones, sectas y grupos fanáticos utilicen relatos aterradores para mantener a sus miembros a raya: se cuenta la historia del apóstata que fue “castigado por Dios” o de la familia que sufrió una maldición por haber dudado, y así se refuerza el miedo a pensar por cuenta propia.


He identificado varias tácticas recurrentes que emplean aquellos líderes o grupos que manipulan a través de la fe:


  • Infundir temor constante: Amenazar con castigos sobrenaturales (infierno, demonios, fin del mundo) para lograr obediencia ciega. El entorno se vuelve tan peligroso y rígido que el creyente desarrolla auténticas fobias a salirse de las normas.


  • Controlar mediante culpa y vergüenza: Convencer a la persona de que siempre es pecadora o “indigna” criminalizando sus propios instintos básicos, de modo que cualquier traspié causa culpa profunda. Quienes no se ajustan a los mandatos entregados son humillados o apartados, generando miedo a ser excluidos.


  • Adoctrinamiento desde la infancia: Imponer doctrinas incuestionables a los niños (antes incluso de que tengan uso de razón), sin exponerlos a otras perspectivas racionales y críticas, destruye la oportunidad de que desarrollen un criterio propio. Se les enseña a no pensar críticamente, solo a repetir dogmas, lo cual los hace dependientes de la creencia religiosa de turno.


  • Obediencia incondicional al líder: Fomentar una devoción absoluta hacia el líder o representante de la institución, por encima incluso de la familia o la propia conciencia. Se exigen pruebas de lealtad, y decisiones personales. Desde con quién casarse hasta qué medicina tomar debe contar con el visto bueno de la “autoridad espiritual”.


  • Aislamiento y amenazas veladas: Desalentar todo contacto con ideas externas “mundanas” o críticas. Si alguien cuestiona, se le tilda de poseído, hereje o traidor. Abundan las “historias de miedo” sobre aquellos que se alejaron de la fe establecida y les fue mal en la vida por “desviarse del camino”, reforzando el pánico a abandonar el grupo.


Estos mecanismos tienen efectos devastadores en la psique y la vida de las personas. Provocan traumas, fobias y ansiedad profundas que acompañan durante la mayoría de la existencia a aquellos que osan emplear su valentía para buscar libertad. Estudios sobre los abusos religiosos señalan que infundir un miedo intenso en alguien puede llevarlo a desarrollar fobias específicas, depresión prolongada e incluso un persistente sentimiento de vergüenza que continúa toda la vida si no es tratado. El individuo manipulado llega a evitar acciones beneficiosas (como buscar asistencia médica cuando está enfermo) creyendo que hacerlo sería una falta de fe. He conocido casos de personas que, por creer ciegamente en una solución “milagrosa”, abandonaron tratamientos y sufrieron terribles consecuencias.


Lamentablemente, a veces la manipulación es tan sutil que ni siquiera hay mala intención consciente por parte de quienes la ejercen; se piensa de verdad que se está haciendo “el bien”, sin ver el daño psicológico o físico que se causa.


Fe genuina vs. fe manipulada


Llegados a este punto, es normal preguntarse: ¿Cómo distinguir una fe genuina de una fe manipulada o impuesta? En mi propia experiencia, la fe genuina nace de la evolución personal, de una búsqueda espiritual libre, mientras que la fe manipulada suele venir de presiones externas, miedo y adoctrinamiento. La fe genuina libera; la manipulada esclaviza.

Una auténtica fe inspira paz interior, empatía y crecimiento al individuo sin coaccionarlo. Por el contrario, la fe institucional produce angustia, sentimiento de inferioridad e incluso odio hacia “los otros”. ¿Tu fe es genuina o estás bajo una manipulación desde tu nacimiento? Cuando alguien cree solo porque le han enseñado a creer, asegurando que dudar es pecado, o porque teme represalias divinas, su creencia es frágil y dependiente. Esa persona no ha elegido realmente; más bien ha sido condicionada.


La imposición de doctrinas es una señal clara. Si en una comunidad religiosa no se permite la más mínima pregunta, si todo está predeterminado y marcado por un guion y cuestionar equivale a rebeldía o blasfemia, estamos ante un entorno falso y manipulador. He visto cómo a muchos niños se les inculcan ideas como verdades absolutas y se les oculta cualquier conocimiento complementario. Así, de adultos nunca aprenden a reflexionar críticamente y permanecen sometidos a las narrativas que les inculcaron. La reflexión impuesta de pensamiento es enemiga de la auténtica conexión espiritual, porque la verdadera fe –en mi opinión– requiere también una evolución personal, un descubrimiento propio, no simplemente seguir la corriente sin cuestionamientos.


Está claro que la obsesión por el control del comportamiento del prójimo suele indicar manipulación. He participado en grupos supuestamente espirituales donde todo estaba estudiado: cómo vestir, con quién hablar, qué leer, qué deseos “son puros” y cuáles no. Si bien toda comunidad tiene ciertas normas éticas, se cruza una línea peligrosa cuando la religión pretende dictar cada aspecto de la vida privada (sobre todo cuando esos aspectos no son aplicables para ellos mismos), anulando la voluntad individual. Por ejemplo, algunos credos manipulan a sus fieles para que rechacen la medicina o la ciencia, prometiendo curas milagrosas si “tienen suficiente fe”, con resultados trágicos. Otros les exigen entrega material total (dinero, propiedades) con la excusa de demostrar devoción, incurriendo en un evidente expolio.


La fe interior no teme ni depende de la aprobación de terceros. Si la espiritualidad es auténtica, debe permitir que cada persona busque su propio camino, nacido del corazón y la comprensión, no de la coacción. Una cosa es acompañar espiritualmente y aconsejar; otra muy distinta es manipular e infundir terror para forzar comportamientos. Personalmente, no tardé mucho tiempo en darme cuenta de esta diferencia. Desde muy pequeño tuve muy clara la diferencia entre conexión espiritual y manipulación religiosa. Hoy creo que la mejor religión es la de ser buena persona, entregando todo el amor y dejando el mundo mejor que como uno se lo encuentra, viviendo con plena conciencia y libertad, libre de presiones y manipulaciones de otros puesto que el camino de cada uno es personal y nadie más puede transitarlo.


Fanatismo y dogmatismo


Uno de los mayores peligros de la manipulación religiosa es que puede conducir al fanatismo. Cuando a alguien le inculcan que posee la verdad absoluta, sin espacio para la duda, se siembra la semilla del dogmatismo. Y el dogmatismo, llevado al extremo, hace posible justificar casi cualquier cosa "sagrada". Blaise Pascal advirtió esto hace siglos: “Los hombres nunca realizan el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por una convicción religiosa”. Qué cierta es esta frase. Creer que uno está cumpliendo la voluntad de Dios puede brindar una coartada peligrosa para anular la ética personal y la empatía. A lo largo de la historia de la humanidad, bajo la convicción religiosa fanática, se han cometido atrocidades con la conciencia aparentemente tranquila.


Voltaire formuló una idea similar: “Los que pueden hacer que creas absurdidades, pueden hacerte cometer atrocidades”. Si alguien logra convencerte de algo que va contra la razón y contra la humanidad —por ejemplo, que cierto colectivo es "impuro" o que tal infiel "merece la muerte"— entonces también podrá lograr que actúes en consecuencia, cometiendo el mal creyendo hacer el bien. El fanatismo nace de esa certeza ciega en poseer la verdad incuestionable. Cuando uno está totalmente seguro de que Dios avala sus acciones, cualquier crueldad humana puede interpretarse como signo de fe. Es una lógica perversa, pero poderosa.


Sobran ejemplos históricos y actuales. Pensemos en las cruzadas, las “guerras santas”, las cazas de brujas, las yihad mal entendidas... En todas, la convicción de luchar por Dios o por una causa sagrada permitió desatar una violencia atroz. En tiempos modernos, lamentablemente seguimos viendo manifestaciones brutales de fanatismo religioso. Grupos extremistas como Al-Qaeda o ISIS sinceramente creen estar sirviendo a Dios al “purificar” el mundo mediante el terrorismo. Para ellos, la muerte de miles de inocentes se justifica porque piensan que su causa divina es tan sagrada que justifica toda falta de moral humana. Cuando uno cree que tiene el visto bueno del Divino, puede llegar a “justificar el mal sin reservas”, como señala un análisis contemporáneo sobre la violencia en nombre de Dios. Es sobrecogedor ver hasta dónde llega la crueldad cuando se combina la programación dogmática con la ignorancia ciega.


Ahora bien, no hace falta irnos a extremos terroristas para hallar peligros en el dogmatismo. En contextos cotidianos, el fanatismo aparece en formas más sutiles: el fundamentalista que desprecia y demoniza a quien no comparte su credo, el predicador que dice que solo su iglesia se salva y las demás son del demonio, o el fiel que rompe relaciones con amigos y familia porque los líderes de su congregación le inculcaron que “el mundo exterior” es perverso. Estas actitudes erosionan la voluntad humana, siembran división, intolerancia y sufrimiento. Además, ciegan a la persona a cualquier aprendizaje: si ya tengo toda la verdad revelada, ¿para qué escuchar, para qué dialogar? El dogmático se cierra en su burbuja religiosa y desde ahí juzga a los demás. En el fondo, me da la impresión de que ese exceso de certeza es una forma de inseguridad: miedo a que algo pueda desafiar las propias creencias absolutas. Por eso las defienden con tanta vehemencia, incluso con violencia. Irónicamente, la fe manipulada por el fanatismo no es fe estable, sino frágil; necesita atacar lo diferente para afirmarse a sí misma.


Espiritualidad auténtica y libertad interior


Después de tanta crítica, quiero reivindicar el valor de la espiritualidad pura. Porque a pesar de los engaños y abusos cometidos en nombre de la fe, sigo creyendo que hay una faceta espiritual en el ser humano que es valiosa y nos muestra el camino desde el corazón la intuición. La clave está en distinguir entre la religión impuesta y una espiritualidad libre. Una verdadera experiencia espiritual nunca debería anular la libertad interior, sino todo lo contrario: debería ampliarla. Si la religión se convierte en una cárcel mental, entonces has condenado tu esencia. Pero si es un camino hacia la compasión, la verdad, la sabiduría y la plenitud, entonces se encuentra su sentido más puro.


Con los años he llegado a apreciar una idea fundamental: la espiritualidad auténtica va de adentro hacia afuera, no al revés. Es un descubrimiento personal, íntimo, un viaje maravilloso lleno de altos y bajos que luego puede compartirse con los demás en un paseo, pero que nace de la evolución del individuo y su sagrada conexión con lo trascendente. Nadie puede forzarte a tener una revelación espiritual ni a sentir fe verdadera; eso surge como resultado de una búsqueda honesta, de vivencias, de cuestionamientos y de pasar por varios paisajes cargados de dudas y duras pruebas. Por eso, hoy valoro el discernimiento y en sentido común mapas hacia la auténtica conexión. La aceptación de que nada ni nadie posee la verdad absoluta nos mantiene humildes, abiertos, nos hace transmutar creencias y quedarnos solamente con lo esencial. Una espiritualidad que no admite preguntas y debates probablemente esté más preocupada por el control que por la verdad.


También he visto que la auténtica espiritualidad jamás te aislará del prójimo ni te hará sentir superior. Al contrario, suele generar humildad y amor hacia la humanidad. Si una religión predica amor, pero actúa desde el odio, la política, el miedo y la intolerancia, por muy pomposos que sean sus rituales, para mí se desacredita sola. “Una religión que no practica el amor ni la tolerancia respetando la diversidad solo sirve para ser echada al fuego”. Puede sonar duro, pero el mensaje de fondo es claro: la validez de una enseñanza se demuestra en los frutos que produce, no en lo alto que se proclame su autenticidad. Si esos frutos son bondad, justicia, solidaridad y provocan un cambio positivo en el ser, probablemente ese sea un camino interesante por el cual caminar. Si son fanatismo, miedo, control y opresión, hay que darse cuenta y salir de ahí cuanto antes.


Un criterio hermoso que aprendí es que la verdadera espiritualidad se reconoce porque los seres se empeñan en favorecer a la humanidad y respetar toda forma de vida, invocando al amor y a la aceptación como fuente de paz. Es decir, la espiritualidad auténtica busca el bienestar de todos, se refleja en acciones de amor al mundo, especialmente a los más vulnerables. No se obsesiona con dogmas y formalismos, sino con la dignidad humana. Esta idea me inspira: la espiritualidad bien entendida libera al ser humano de sus cadenas internas (egoísmo, rencor, temor al futuro) y lo impulsa a servir a los demás con amor y sabiduría. Por el contrario, la fe mal entendida (o maliciosamente manipulada) encadena con nuevas ataduras (culpa crónica, miedo irracional y dependencia ciega).


En mi propio camino, he tenido que ayudar a otros a desaprender ciertos condicionamientos religiosos para encontrar esa libertad interior. No es fácil. Implica revisar creencias que daban por sentadas, enfrentar el miedo a “estar equivocado” o “condenado” por pensar diferente, y recuperar la confianza en su propia conciencia. Pero a la vez ha sido un proceso liberador y profundamente espiritual. Paradójicamente, al soltar el control externo y el miedo impuesto, uno puede sentir más auténticamente la presencia de lo sagrado en la vida cotidiana. Para mí, ese es el tesoro que merece la pena conservar: una espiritualidad que no anula la razón ni la personalidad, sino que las ilumina.


Conclusión


Termino esta reflexión personal con una invitación tanto a seres religiosos como a espirituales: pensemos con discernimiento y sentido común, no tengamos miedo de cuestionar incluso aquello que nos han enseñado a no cuestionar. La espiritualidad genuina no desaparece por la mayéutica; al contrario, sale fortalecida y purificada. Si alguna doctrina o supuesto líder nos exige apagar el pensamiento crítico y simplemente someternos, deberíamos activar las alarmas. Es saludable preguntarnos: “¿Esta enseñanza me hace libre por dentro o me encadena con miedos y culpas?”.


No se trata de caer en el cinismo. Se trata de diferenciar la luz de las sombras: quedarnos con la auténtica espiritualidad, que aporta sentido, ética del amor y libertad interior, alejándola de la fe manipulada de las religiones y rechazar la manipulación, el control y el fanatismo. Podemos, a la vez, ser espirituales y ser libres. De hecho, diría que el verdadero camino espiritual del ser humano solo florece plenamente en libertad, cuando el camino es guiado por el alma y no por un mandato exterior.


Así que los animo a no tener miedo de pensar. Cuestionar no es un pecado; a veces es simplemente otro modo de orar. Al reflexionar sobre nuestras creencias con honestidad, les quitamos el poder a aquellos que querrían usarlas para manipularnos. Y al mismo tiempo, podemos descubrir en esa introspección una conexión espiritual más pura y personal, una que nadie nos impuso, una que nace de nuestro interior. En última instancia, espiritualidad y libertad no deberían ser enemigas, sino aliadas en el camino de una vida más plena y consciente.


Les dejo con una reflexión final:


El mayor logro del demonio ha sido hacer creer a los hombres que Dios reside en la religión.

 

Prof. Denis Astelar

Desarrollo Humano

 
 
 

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